25 años de Los Redondos en Racing
Faaa,
un cuarto de siglo de mi primer reci de Los Redondos. Fuimos con Darío
“el Negro” Díaz, con quien nos mandamos unos días antes a la casa de su
abuela en San Miguel, donde nos trataron de puta madre. Recuerdo que la
entrada la conseguí por intermedio de mi amiga An Mallimaci y que a
partir de ese momento nada volvería a ser lo mismo. Fueron días de yirar
en trenes colados como dos beatniks descontrolados que llegaban a la
gran ciudad. Todo nos obnubilaba, las
luces nos mareaban como a todo forastero y la previa en San Miguel fue
de otro planeta. Allí nos recibieron el hermano y el tío del Negro,
quien oficiaba de guía del conurbano zona norte. Madrugadas etílicas y
sudorosas de verano a todo volumen, nos deleitaron en la previa de lo
que sería la primera de las fiestas de un ghetto que se levantaba para
proporcionarnos la dosis suficiente para sentirnos vivos. Una de esas
noches, los pibes, aprovechando que mi cabellera había sido rapada un
par de meses antes en el viaje de egresados, me dijeron “ ¿Y si te hacés
la P y la R y la coronita de Patricio Rey en la cabeza? Y accedí de
una, me re cabió la idea.
El
sábado 19 arrancamos temprano en el tren rumbo a Avellaneda. Una vez en
el sur, bajamos antes y caminamos bocha en dirección al estadio.
Pasamos por el Libertadores de América y a mí, hincha del Rojo, se me
vinieron todos los flashes de cuando con mi viejo fuimos a la final de
la supercopa del 94, con aquel golazo de Pascualito Rambert por encima
del Mono Navarro Montoya, hermosas sensaciones corporales, espirituales.
Pero la fiesta se levantaba en tierra de los primos, a tan sólo un par
de cuadras, y no me importaba nada, solo queríamos llegar y meternos de
cuerpo y mente en esa segunda fecha que daría la banda de nuestros
corazones.
Mil horas
antes que abrieran las puertas, las inmediaciones estaban abarrotadas de
guachos de todas partes del país, que vitoreaban canciones y se
abrazaban unos a otros como una gran comunidad -nosotros también-. Una
liturgia única en la historia de nuestro rock, o al menos la primera a
gran escala, en momentos en donde debíamos aferrarnos a algo que nos
salve de todo el contexto de mierda. Y así pasaron las horas, hasta que a
lo lejos, en medio de un tumulto, una masa verde comenzó a acercarse
como una topadora
meta
agite, desplegando el mejor colorido y aguante que hasta el momento
habíamos presenciado: se trataba de la barra de San Miguel, de la
localidad en la que casualmente estábamos parando. Entre el gentío,
vimos a un loco que comenzó a manejar la batuta y organizó a los pibes
como si estuvieran a punto de enfrentarse a las huestes de Sauron, pero
no. La orquesta verdolaga se disponía a entrar primera ni bien dieran
luz verde para el ingreso. Y fue con ellos que nos mandamos, no recuerdo
por qué puerta, saltando y gritando como si fuésemos de la hinchada,
aunque nosotros sí teníamos entrada. Esquivando garrotazos de milicos
que se interponían a todo momento, sorteamos el control y llegamos a
destino: el campo de Racing Club. Sí, yo hincha del rojo, entrando con
“el trueno verde” a la cancha de los primos con el Negro bostero, en
medio de los segundos mas zarpados de nuestra adolescencia, preparados
para una de las más hermosas fiestas de nuestras vidas. Obvio que llegar
primeros nos posibilitó anclarnos contra la valla, bien adelante. Todo
muy lindo, pero hay que bancar la avalancha, no es sopa.
Los
bomberos resultaron los salvadores de la cita, cuando apostados en los
alambrados comenzaron a manguerear a esos miles de cuerpos humeantes,
para extinguir momentáneamente el calorón de la marea humana que, a esa
altura. ya era una pileta que hervía. El resto ya es súper conocido, una
banda que salió a comerse el escenario con un disco futurista que
interpretó muy bien lo que se acercaba; pantallas que proyectaban
imágenes que luego ¿serían causantes? de la separación y saraza. FIESTA
ÚNICA E IRREPETIBLE en nuestras vidas, el kilómetro cero para nosotros,
una peregrinación que culminaría en 2001, antes que el ispa vuele por
los aires.
La salida fue
digna de una crónica de Symns. No había manera de salir de Avellaneda,
no pasaban bondis, obvio no había servicio de trenes y con toda la
adrenalina encima, corrimos por la autopista y nos colgamos de un camión
que estaba momentáneamente parado, esos que transportan combustible.
Alcanzamos a agarrarnos de la escalerita que asoma en la parte trasera y
así fuimos hasta Barracas y de ahí a Retiro, y de ahí a San Miguel y de
ahí a Punta Alta, para seguir de rola.
Gracias por ese último bondi a Finesterre Redondos!
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